domingo, 19 de abril de 2015

El Código Hays y La Aventura del Poseidón


Asesinato y resurrección en Norteamérica


En los años 70, durante la Guerra de Vietnam, Estados Unidos sufría una terrible crisis que frenaba los campos capitales de la nación; educativos -universidades y escuelas-, sanidad, protección, etc. y, como no podía ser menos, el cine. El séptimo arte llevaba estancado ya unos años, por no decir que atravesaba su peor cosecha; la sociedad apenas acudía a las salas de proyección. Esto desembocaría en un notable declive del sistema de estudios de Hollywood. Predominaban siempre las mismas tramas,  los relatos simples y el cine que no aportaba nada. Seguramente por la barrera coercitiva y limitadora generada por el surgir, en plena Gran Depresión, del Código Hays (1930, aunque puesto en marcha en 1934), en contraposición a la industria lasciva propia de la era pre-code -años 20-. Dicha recopilación concentraba lo que podía y lo que no aparecer en pantalla, es decir, un polémico y puritano tratado de censura, concebido por el republicano William H. Hays (1879-1954), que sintetizaba lo que se consideraba moralmente correcto, hipotéticamente, por una tolerable imagen de este espacio artístico, y evitar así intervenciones gubernamentales.



Motion picture Production Code (Hays Code), cover of a paper copy



Dicho acuerdo prohibía la mofa de las leyes -humanas y naturales-, los géneros de vida desarrollados en la película debían ser aceptables, y excluía cualquier filme que rebajara el nivel sensitivo de los presentes (“nunca se conducirá al espectador a tomar partido por el crimen, el mal, el pecado.”), es decir, parecía necesario elaborar películas cuyo mensaje fuese afectiva e intelectualmente descifrable para un niño de quince años, ya que era impensable asimismo que tendieran las perversiones sexuales, desnudos –ni del ombligo- o arrebatos pasionales siquiera. Entre las condiciones más influyentes, tampoco podían florecer imágenes explícitas de un atentado o armas directamente, bailes con inclinaciones sensuales u obscenas, actos protagonizados por el alcohol y mucho menos tráfico clandestino de drogas, dirección de metrajes en la que personajes religiosos sean promotores de escenarios impuros o de ridiculización ni tramas que desprotegieran el matrimonio como institución; las infidelidades, adulterios o amores impuros –homosexualidad inclusive- no se pueden considerar, bajo ningún concepto, lícitos, al igual que la presencia de prostitutas. En resumen, no deben ser permisibles intrigas escandalizadoras, inciviles o violentas ética y estéticamente para ningún público tajantemente político –liberal  o conservador- o de igualdad social –raza, nación o credo-.

El primordial fin era, una vez más, el de engendrar millones (desgracia, desde mi punto de vista, invariable desde el nacer de Hollywood porque todavía hoy se sufre en multitud de labores), en lugar de la confección de guiones penetrantes y enseñanzas indispensables. Es decir, el de priorizar su propio beneficio olvidando el colectivo, ¡cómo no!, con los que se comprometen, al ser su misión, en teoría, la de cautivar y perfeccionar. Sin relegar que dicho precepto hollywoodense marginaba el cine europeo en particular e independiente en general, por la violación de estos criterios y suministrarle al concurrente lo que en realidad esperaba en aludido arte.

Acrecentaban, por lo general, las comedias, los gánsteres y las historias sencillas logrando únicamente el entretenimiento del espectador y el ingreso de dinero. Y recalco “por lo general” porque no se debe ser injusto con las valiosas y envidiables genialidades de ingeniosos directores como Billy Wilder (1906-2002), para mí, el rey de la comedia clarividente, o Alfred Hitchcock (1899-1980), el merecidamente entronizado creador del thriller psicológico, que sometidos y reprimidos por esta calamidad credencial lograron sobreponerse con razonable éxito. Pero, tal vez, los más afectados fueron Los Hermanos Marx –por sus intrépidos diálogos-, la actriz Joan Blondell –denunciada en diversas circunstancias- o el filme Adiós a las armas –recortada posteriormente, por lo que conformamos con una versión regulada-.



“Esta imagen es una acusación de las reglas de pandillas en Estados Unidos y de la cruel indiferencia del gobierno a este aumento de constante amenaza para nuestra seguridad y nuestra libertad.”


Pero esto no resultaba y, ¡gracias a Dios!, las constantes demandas a este criminal castigo al séptimo arte fueron escuchadas. Los asistentes estaban cansados de la reiteración y del monótono argumento vacío que maltrataba tanto a cineastas como cinéfilos, hasta que repelente dogma alcanzó su consumación en 1967. Dicho desenlace fue sin duda en favor del cine, ya que posibilitaba de nuevo la aparición de desconocidas concepciones artísticas que se hallaban enjauladas.

El ansiado tránsito está cada vez más cerca; en 1972 se reescribiría la historia del cine. La aventura del Poseidón –adaptación de la novela de Paul Gallico (1969)- rompería definitivamente, “¡y menos mal!”, todo lo establecido hasta la fecha. Escenas con conjuntos de cadáveres, mujeres en paños menores, algún personaje desangrado, y un largo etcétera que era impensable contemplar con anterioridad. Motivo por el cual el estreno de la aclamada superproducción (aparte de por la enérgica publicidad adjunta, la relevancia de los cruceros entonces y el temor ante las amenazas naturales) nadie deseaba perderse; los cines repletos y las rebosantes filas que inundaban las inmediaciones de éstos.

Un filme que, aunque hoy parezca insignificante por el elevado número de obras brotadas de diversos desastres naturales, sellaría un antes y un después en el porvenir del cine. Punto de inflexión que iba a socorrer notablemente el renacer cinematográfico norteamericano, al dar a luz a un nuevo género fílmico; el de catástrofe. No obstante, eso sí, a pesar de la ignorancia de la sociedad del momento, con una destacable  carga ideológica en cada escena –asomos de machismo al ser las tres protagonistas una ex prostituta, una anciana histérica con obesidad y una rubia que no sabe nadar ni distinguir un vivo de un  muerto (y no cuento quién muere para evitar spoilers) mientras que los hombres son más que héroes, palpando también divulgación clerical mediante la defensa cuando está todo boca debajo de buscar la única salvación siempre ahí arriba, encabezado en todo momento por el reverendo-. Sin embargo, siendo injustamente desconocida e ignorada por multitud de cinéfilos, es indiscutible su crucial aportación en el perfeccionamiento e impulso de esta cultura audiovisual.

Seguro que hay quien me rectificaría, y no le falta razón, por la aparición de obras cuya historia es provocada por algún carácter catastrófico anterior a la dedicada, pero ésta no sólo narra una aventura en torno a una desgracia natural sino que nos muestra con todo detalle cada una de las injusticias provocadas, el origen y proceso recorrido detenidamente y lo que conllevó. Es decir, la pionera que plasma y forma una catástrofe como tal y en su totalidad desde una perspectiva marcadamente mejorada y con la carencia de útiles avanzados de la época, lo que llevó a cuantiosos expertos considerarla con célebre privilegio. Como se nos indica en la carátula de ésta; “con unos efectos especiales SIN PRECEDENTES y un reparto repleto de estrellas, La Aventura del Poseidón es una aventura épica dentro del cine de los último años.”

Meritoriamente debería considerarse, bajo mi intranscendente opinión, la joya original y por excelencia del recién expuesto género, ya que además engloba tanto incendios como explosiones bajo el agua. Fue y sigue siendo la causante de un boom de cintas germinadas de la mano de espeluznantes calamidades estimuladas por la incontrolable e impredecible naturaleza (desde terribles tsunamis hasta devastadoras erupciones volcánicas, pasando por el temido fin del mundo), como en su entonces El coloso en llamas (1974), la popular 2012 (2009) o Lo Imposible (2012); la más significativa y simbólica en nuestro país, basada en un extraordinario hecho real.

Un prodigio posible gracias a cineastas como el innovador Ronald Neame (director) y soberbios actores como el intrépido Gene Hackman (protagonista principal y premiado en diferentes ocasiones), Ernest Borgnine, Red Buttons, Shelley Winters (ganadora del Globo de Oro a mejor actriz secundaría por esta obra), Stella Stevens, Leslie Nielsen y Roddy McDowall. Sin ninguna duda, que ningún cinéfilo debe perderse, ya no sólo por la novedad e innegable calidad del producto, sino por el significado y trascendencia que ha adquirido en este ámbito. Ganando, no obstante, dos  Premios Oscar a los mejores efectos especiales y a la mejor canción, "The morning After".

“Sumérgete en uno de los clásicos más alucinantes del cine actual.”





El portaminas negro.



miércoles, 18 de febrero de 2015

La magia del Surrealismo (Un perro andaluz)



UN PERRO ANDALUZ

 
Es comprensible que al vivir por primera vez esta joya, rodada en dos semanas, se considere que todo carece de sentido, que el director está trastornado o que directamente, esto no puede ser concebido como cine. Pues bien, a pesar de la intención de los originales e innovadores artistas: Luis Buñuel y Salvador Dalí, quienes fueron numerosamente criticados, denunciados e, incluso, amenazados; de engendrar una inexplicable obra, ésta sí tiene una justificación racional. Tal y como se observará a continuación.




Cuando se contempla la famosa y extraña cinta del corte en el ojo –primer metraje, y probablemente el único expertamente reconocido, surrealista de la historia-, se tiene la chocante sensación de estar presenciando un sueño en el que las cosas van sucediendo a modo de fragmentos, sueño interrumpido con frecuencia, análogo a las comunes pesadillas. En realidad, no cuenta ningún sueño, sino que imita su estructura. Su aportación es el intento de comprender las similitudes entre el cine y el sueño como sistemas que discurren visualmente, diferentes al lenguaje.



Este cortometraje está compuesto por una aglomeración de surrealistas, metafóricas e intercaladas historias del subconsciente fluidas en independientes escenas. Es decir, lo que se nos quiere transmitir no se hará directamente, sino por medio de alegorías simbólicas, como, por ejemplo, y entre otros, la sátira en la cara del protagonista cuando palpa los senos; su rostro sufre una transformación a modo de enfermedad por la mala educación sexual que le inculcaron de pequeño -el deseo sexual es veneno para nuestra conciencia- y por la relación que encontraba entre el sexo y la muerte, que nunca logró explicar; también cabe señalar, la exhibición de los brazos de un camarero agitando una coctelera por el elogio que Buñuel tenía hacia los bares (lugar donde creaba) y el alcohol; o por último, cómo se nos muestra el deseo sexual de dicho protagonista, reflejado en la salida de las hormigas en su mano derecha.





Se trata de una película de culto, muda y en blanco y negro, de 17 minutos estrenada en el año 1929, que va primordialmente destinada a la idea –al intelecto-, y no a la puesta en sí –a la vista-. Se caracteriza por su surrealista e irracional elaboración, cuya intención era conseguir una incomprensible historia, en forma de protesta contra el arte vanguardista de esos años 20; aquél definido por un marcado carácter racionalista, como el Purismo de Ozenfant y Jeanneret o el Neoplasticismo de Mondrian y van Doesburg, que se estaba desarrollando en París, cuna de las vanguardias.

 
Como dijo el prestigioso e influyente cineasta Stanley Kubrick: “una película es como la música. Debe ser una progresión de ánimos y sentimientos”. Un perro andaluz, a pesar de comenzar con una notable intensidad, cumple estrictamente este precepto superándose en cada escena. A medida que se desarrolla el proyecto, la historia va cobrando potencia apreciándose un logrado crecimiento.


Nos encontramos ante un imprescindible y excepcional clásico de arte, cuyo prodigioso y envidiable guión, llevado a cabo por dos eminencias, se pensó en menos de una semana y se desarrolló a partir de dos sueños que ambos tuvieron.  El corte en el ojo de Buñuel y la aparición de las hormigas en la mano derecha de Dalí, iban a ser el punto de partida para la filmación de los altibajos de la amorosa historia de una joven pareja. En la que se pueden observar también ilusiones y temores que éstos tuvieron a lo largo de su vida, como, entre muchos otros, la puesta en escena de los burros en la que aparece Dalí, inquietud que éste padecía en su niñez.


Entre otros de los simbolismos dignos de admiración, que excelentemente definen esta creación, desde y para la inteligencia, hay que destacar la posible materialización de la masturbación en la erupción de las hormigas por el profundo surco de la palma del protagonista, ya que la mano personificaría el instrumento y el hormigueo, como hemos señalado anteriormente, el deseo sexual. Acompañado del representado en la última oportunidad del galán de consumar con su obsesión. Mientras ella le mira fijamente, a él le desaparece la boca (similar a una de las secuencias de Matrix) y no sólo eso, sino que también le crece una gran cantidad de vello púbico, clara manifestación de propuesta de sexo oral, bastante gráfica y poco romántica. Sin olvidarnos de la protesta del director, en el tramo final, frente a la institución del amor que se propiciaba en los matrimonios de su época, mediante la entrada de un elegante bañista -sin hormigas en la mano, con reloj…- que representa a una persona estable, con trabajo, adinerado…, en fin, afortunada, con la que la protagonista permanece, olvidando eficazmente a su verdadero amor; desgracia que firman numerosas mujeres al escoger la seguridad económica antes que la pasión.



         No es de mis cortos favoritos por estar dirigido por uno de los mejores directores de todos los tiempos, ni porque compartamos nacionalidad, ni tampoco por ser yo un amante del cine experimental, ni siquiera porque sea de los hitos más importantes del arte que más me apasiona –el contemporáneo-, o porque su referente y preferido cineasta fuese el mismo que el mío: el inigualable Buster Keaton; sino porque comparto con él la misma pasión de entender el arte por medio del concepto a través de una forma metafórica, y no por su puesta en escena. Por ello yo también valoro y disfruto mucho más de la belleza ideal o conceptual que de la formal o visual. Grandes artistas defensores de este estilo –intento de terminar con la tradición y la comercialización del arte-, también muy valorados por mi parte, son Marcel Duchamp y Andy Warhol, para los que “lo esencial no está en las soluciones propuestas sino en la amplitud de las preguntas formuladas”. Y puede parecer muy exagerado decir apasiona pero el arte con un gran trasfondo y un lógico mensaje, elaborado por una serie de útiles metafóricos, que no se puede ver a simple vista, ya sea cine, performance, ready-made, fotografía, happening…, me vuelve loco. Una obra que pone a prueba la inteligencia y que hace trabajar el cerebro, sin olvidarnos de su también curiosa y sorprendente belleza física, en mi opinión, es mejor que aquella belleza que sólo despierta la vista. El arte que encuentra la importancia de las obras en la idea sobre sus rasgos físicos, es decir, que el trabajo del objeto es un mero soporte para transmitir la profunda idea de la obra, haciendo trabajar el intelecto y la imaginación, en contra del formalismo y el arte estrictamente visual, me parece más atrayente y misterioso. Sinceramente me transmite y aporta muchas más emociones e intrigas el mensaje propiamente invisible –por lo general mediante el humor y la ironía-, que lo que en realidad te puede mostrar un cuadro o una escultura corriente –que en absoluto desprecio y del que también aprendo-. Por mucho que la técnica y, probablemente el esfuerzo sean asiduamente mayores al conceptual, no le quita ningún mérito, ya que tampoco es tarea fácil transmitir grandes mensajes o historias por medio de unos cuantos cuerpos alegóricos. Porque como bien dijo en su momento una sabia amiga: “autores como Duchamp son filósofos más que artistas”, o por lo menos plasman su filosofía en su nueva forma de hacer y entender el arte.


Por todo esto, y haciendo referencia al primer párrafo, es recomendable que tras apreciar dicha maravilla se interese uno por adquirir cierta información acerca de los porqués de los acontecimientos acaecidos en el transcurso de dicha ficción, antes de proceder a criticar sin conocimientos. Es concebible que no guste, ya que se sale del prototipo de cine al que todo el mundo está acostumbrado –el que produce millones-, pero no se puede entender, como he leído en numerosas ocasiones, que haya gente que afirme rotundamente que “hay ideas totalmente desfasadas como para ser encumbradas hoy en día”, “algunos momentos pasados de madre”, que hay escenas que “rebajan la cinta”, “quince minutos de nada más absoluta”, “bobada tras bobada”, “esto es solo humo de surrealismo barato estático y pobre”… en fin, lo que os decía de hablar sin ideas, sin madurez artística y sin ciencia. Para todos vosotros: el Surrealismo también es arte.


Respetando, entendiendo y, en algunas ocasiones, compartiendo los gustos de cada cual, de este filme no se pueden sacar pegas que vayan más allá del paladar, porque la riqueza de la subjetividad nos permite juzgar y diferenciar si las cosas nos gustan o no, o si lo hacen más o menos, pero la objetividad también es estrictamente rica, por lo que hay una serie de reproches que no se pueden defender, ya que, independientemente de las percepciones de cada uno, las cosas son y son. O como bien se sostiene en Birdman o (la inesperada virtud de la ignorancia); “una cosa es una cosa y no lo que se dice de esa cosa”.


Pero a mí no me encanta exclusivamente por la evidente genialidad en la totalidad del producto -desde una perspectiva objetiva-, sino porque también saboreé plenamente cada una de las espectaculares escenas que la componen, y la normalidad –dentro de lo surrealista- con la que trascurren; como, algunas ya mencionadas, la nube que atraviesa la Luna en el instante en el que la protagonista va a experimentar, en un primer plano, el corte en el ojo –llevado a cabo realmente en el órgano ocular de una vaca- con una navaja barbera; la amenaza de ésta con una raqueta con forma de cruz al acosador –simbolizando la moral católica-; la nueva pareja a orillas del mar; los pianos con los curas y los burros putrefactos, y un largo etcétera, acompañadas en todo momento de una inquietante y poderosa música, incorporada tiempo después, que escolta cada uno de los actos.




Un fascinante tesoro con el que este excelente guionista y director español comienza su admirable aventura cinematográfica, y que ningún buen cinéfilo debe perderse. Y más allá de la cinefilia, es también una aportación imprescindible para cualquier interesado en arte, ya que va a marcar una gran diferencia dentro del mundo contemporáneo.  

 
Y agradecer, una vez más, el milagro de la escritura por concedernos la suerte y el privilegio de poder plasmar de forma fija y permanente las ideas, conocimientos, sentimientos, opiniones y pensamientos que se hallan en la región inteligente, y más humana, de nuestro ser,  que, a su vez, nos permite soñar, transmitir y enseñar a todos los apasionados. Gracias. 




El portaminas negro.
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